Reseña de Beber en rojo
(Drácula), de Alberto Laiseca (Muerde Muertos , 2012). Escribe: Juan
Pablo Cozzi para Tela de
Rayón
Si, como dijo Borges, cada escritor engendra sus propios
antecesores, aquí Laiseca, devenido anti-autor no sólo los nombra a todos y cada
uno, sino que los pone en juego. En una reescritura del todo intencionada del
Drácula de Stoker, nos propone una novela metaliteraria, plagada de citas
y paráfrasis, que es “única en su especie” (como lo es todo monstruo) y que no
sólo dialoga con la historia de la literatura de horror sino con la propia obra
del autor, incluyéndola oblicuamente en la tradición que estudia y genera al
mismo tiempo.
Los personajes de Stoker, recreados en un castillo
actualizado del Conde, que tiene mucho de la casa Usher, están librados a una
dialéctica desde la que
se elabora no sólo una antología de horror muy bien delineada
sino también una suerte de manifiesto estético, en el que el autodeclarado
monstruo de la literatura argentina expone su inextinguible apología de lo
monstruoso en el
arte y la relación fundamental entre miedo y erotismo.
Se trata también de mostrar y encarnar (valgan todas las
acepciones y etimologías de ambos términos) lo bestial en la literatura. Como
eso de que “lo que no es exagerado no vive”, así exagera y delira, mostrándose
parte de lo que narra, que es su propia vida literaria. Conjuga todos los
elementos del género y aporta su propia lectura del sadismo como “último refugio
de los románticos”. Tampoco deja de mencionar su oposición al ojo académico que
margina al best seller por su capacidad para captar lectores y a esa
segregación que el Canon hace de la llamada literatura menor.
Sosteniéndome de las pestañas hasta terminar la novela, el
Maestro me obliga a leer con sus ojos, me corrige y me exige igualarlo en todo a
una verdadera criatura del terror, porque sorprende su capacidad para
manifestarse y hacerse de voces con las que provocar espanto y admiración.
Vampiro de vampiros, sorbiendo la vida que todavía late en las obras inmortales
para garantizarse la propia inmortalidad, Alberto Laiseca demuestra una vez más
que la literatura no nace del papel en blanco, sino de lo escrito.